Correr detrás de la siguiente meta. Celebrar la victoria breve. Sentir, poco después, el vacío de tener que buscar otra. Compararnos con los demás, medirnos por lo que acumulamos y lo que proyectamos. Esa carrera no necesita explicación. Todos lo sabemos. Todos hemos sentido ese vacío en carne propia.
Lo que está detrás es una chispa bioquímica: la dopamina. Cada vez que alcanzamos un objetivo, cuando superamos a otro, el cerebro libera ese destello de placer efímero. Un fogonazo breve que nos empuja a seguir corriendo. Es un motor poderoso. Pero no es el único.1
Nuestra biología fue moldeada durante millones de años para algo más profundo: regalar y proteger. Ese es el diseño que aún hoy sostiene a nuestra especie. Y no es un recuerdo lejano: pueblos en África, en América, en comunidades amazónicas lo viven como lo han vivido siempre. El cuerpo lo sabe. La cultura lo confirma. Y cualquiera puede volver a sentir esa raíz.
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Cuando hablamos de evolución conviene aclarar algo: no es lo mismo historia biológica que historia cultural.2
Evolución significa, en esencia, cambios en poblaciones a lo largo de generaciones. No tiene metas. No avanza al ritmo de los sistemas sociales.2
Se dice que "el ser humano tiene 300.000 años", aludiendo al Homo sapiens moderno. Pero ese número no es el inicio de nuestra historia.3
Somos continuidad de millones de años de transformaciones que nos enlazan con mamíferos y homíninos. Más atrás aún, con la primera vida que surgió en la Tierra. Nuestros cerebros y emociones se moldearon en esos relojes profundos, no en los calendarios recientes de la historia económica.
Conviene corregir una idea muy difundida pero equivocada: "evolución = supervivencia del más fuerte". La expresión "survival of the fittest" la acuñó Herbert Spencer4 y luego se usó como justificación social.5 En los textos de Darwin, fitness no significa "fuerza", sino adecuación al entorno; y, al referirse a los humanos, subraya la simpatía y la ayuda mutua como factores de supervivencia y cohesión del grupo.6 La biología contemporánea confirma que la cooperación —no la fuerza individual— es una vía persistente de adaptación humana. Presentar la evolución como apología de la competencia es una distorsión histórica y científica al servicio de intereses políticos y económicos, no una conclusión legítima de la biología evolutiva.7
Por eso, confundir lo que hoy llamamos normalidad con evolución es un error de escala.
La organización social actual tiene apenas unos miles de años. La agricultura, unos doce mil.8 Las primeras deudas, cinco mil.9 Frente a millones de años de linaje, es un instante. No hubo tiempo para que nuestra biología se transformara. Seguimos siendo criaturas hechas para cooperar, cuidar y compartir. Aunque vivamos atrapados en instituciones que celebran la competencia.
La normalidad social que hoy vivimos no es destino biológico, sino una construcción cultural desalineada con mecanismos mucho más antiguos.
La chispa dopaminérgica de la acumulación existe, pero reposa sobre una trama evolutiva que fue esculpida durante milenios para un fin más profundo: la cooperación.
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Si la evolución tardó millones de años en modelar lo que somos, ¿qué rasgos quedaron grabados en nuestra biología?
No la competencia feroz. Como repite el mito moderno. Sino la cooperación. La vida mamífera —y en particular la humana— prospera porque aprendimos a cuidarnos unos a otros.
Las hembras de primates alimentan crías que no son suyas. Entre los humanos, la crianza es comunitaria: abuelos, tíos y hermanos mayores sostienen la vida en conjunto.10 11 12
La hipótesis de la abuela mostró algo decisivo. La longevidad femenina después de la menopausia permitió cuidar nietos, liberar a las madres y aumentar la supervivencia del grupo.10
Imagina la escena: un círculo de manos sosteniendo a la misma criatura, turnos de alimento y descanso. La vida entera sostenida en turnos de cuidado.
No es excepción: es regla. El primate que intenta sobrevivir solo casi nunca deja descendencia. El grupo que comparte alimento y protege a los débiles multiplica sus posibilidades.
El mito del individuo autosuficiente se derrumba frente a esta evidencia. La autosuficiencia radical no es evolución: es ideología.
Lo que nos permitió atravesar glaciaciones y amenazas no fue acumular para uno mismo, sino cooperar para todos.
Esa huella biológica no ha desaparecido. Late en cada vínculo humano. Vibra en cada acto de cuidado compartido.
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Si la cooperación es el cimiento biológico de nuestra especie, los pueblos originarios son el espejo donde se refleja esa herencia. No son una excepción. Son memoria viva.
Mucho antes de la lógica bancaria y de los mercados financieros, existieron —y en muchos casos aún existen— economías del don que sostienen sociedades enteras.13
En la costa noroeste de América, el potlatch transformaba la abundancia en prestigio. Quien más daba a su comunidad era quien más honor recibía. Durante el siglo XIX fue prohibido por los colonizadores, pero sobrevivió en la memoria. Hoy sigue vivo en celebraciones que recuerdan que dar puede ser más valioso que poseer.14 15
En África, el principio de Ubuntu —"soy porque somos"— condensa en una frase la interdependencia que da sentido a la vida. No es una idea. Es una práctica viva.16
En los Andes y en la Amazonía, la reciprocidad aún organiza comunidades enteras, donde el prestigio está en dar, no en acumular.13
El antropólogo Marcel Mauss lo llamó "el espíritu del don": un tejido invisible de dar, recibir y devolver. Un lazo silencioso que mantiene unida a la sociedad.13
No fueron utopías frágiles. Funcionaron durante miles de años, incluso en entornos hostiles. Y muchas de esas prácticas comunitarias aún persisten.
Si ahora parecen extrañas es porque vivimos bajo el espejismo dopaminérgico de la acumulación.
Pero la historia —y el presente— nos recuerdan algo esencial. Otra forma de convivir no solo es posible. Permanece en lo profundo de lo humano.
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Dar no es un gesto romántico ni un simple acto cultural: es una función inscrita en nuestra biología.
Cada vez que compartimos, el cerebro enciende los mismos circuitos de placer que al recibir.17
Un estudio pionero de Jorge Moll y colegas (PNAS, 2006) lo mostró con claridad. Al donar, el cerebro se ilumina en las áreas del placer y la motivación. Dar también brilla. Y no deja sombra.17
Y no es solo teoría: se siente en el cuerpo. El regalo enciende tanto al que lo recibe como al que lo da.
La oxitocina fortalece la confianza.18 La serotonina suaviza la ansiedad.19 Hasta el estrés fisiológico desciende cuando cooperamos.20 Nuestro organismo nos premia por cuidar a otros porque, durante millones de años, ha sido la forma más confiable de sostener la vida.
La biología nos recuerda lo que los sistemas sociales a veces olvidan: dar es también sobrevivir. Ese impulso sigue vivo. Cada vez que cuidamos a alguien más, cada vez que compartimos lo propio, el cuerpo responde con gratitud silenciosa.
La lógica moderna de la competencia presenta el regalo como pérdida, como sacrificio.
La biología dice lo contrario.
Regalar fortalece al grupo y, al hacerlo, también al individuo.
Lo que se da retorna. No por magia, sino porque teje vínculos invisibles.13
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Del mismo circuito que premia dar nace su gesto complementario: proteger.
Proteger al niño.
Proteger al anciano.
Sin ese instinto, no existiríamos. Y aún hoy sigue siendo la base de nuestra supervivencia.
La arqueología lo confirma.
El esqueleto de Shanidar 1, un neandertal hallado en Irak, mostraba varias discapacidades. Ceguera parcial. Un brazo atrofiado. Una cojera evidente. Y sin embargo sobrevivió años. No por azar, sino porque su grupo lo sostuvo: alguien lo alimentó, lo cuidó, compartió su fuerza con él.21 22
Imagina la escena: una fogata tenue, un cuerpo frágil mantenido vivo gracias al círculo que lo rodeaba. Un cuerpo sostenido por muchos.
Esa imagen dice más que cualquier teoría.
Proteger no es compasión marginal. Es y sigue siendo una estrategia central de nuestra supervivencia.
La neurociencia lo confirma: actos de defensa y cuidado liberan endorfinas, generan cohesión y aseguran la continuidad de los grupos.23 24
En términos evolutivos, la tribu que protege florece. La que abandona, desaparece.
Proteger calma el miedo.
Proteger da sentido.
Y lo hace hoy igual que lo hizo siempre. Mientras la especie exista, seguirá haciéndolo.
La sociedad regida por la productividad ve la protección como costo.
La biología lo entiende como inversión en la vida misma.
Nuestro linaje resistió depredadores y climas extremos no porque cada individuo luchara solo, sino porque nos mantuvimos unidos alrededor de los más vulnerables.
Proteger no es circunstancial. Es un pilar de nuestra supervivencia como especie.
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Ese mismo impulso forma parte de algo más amplio: lo natural en nuestra especie es el comportamiento comunal.
Durante millones de años compartimos el alimento, repartimos la recolección, sostuvimos a los vulnerables. Esa es una de las constantes que nos han sostenido como especie. Está grabada en nuestra biología.
En los calendarios recientes de la historia humana, el protocapitalismo aparece como una anomalía en un lugar y un tiempo concretos: Mesopotamia, hace unos cinco mil años. Allí las comunidades enfrentaban ciclos extremos de abundancia y escasez.25 A ello se sumaron innovaciones agrícolas, infraestructura de riego y redes de intercambio que amplificaron la gestión centralizada de excedentes.
Para sobrevivir, los excedentes se reunían en los templos, bajo la custodia de los chamanes.26
Imagina los templos: paredes de arcilla repletas de grano, montañas doradas custodiadas en nombre del bien común. Ese era el corazón palpitante de la comunidad. El latido de todos guardado en un mismo lugar.
El chamanismo, presente en culturas de todo el mundo, no era un poder judicial ni un administrador de bienes, sino un mediador sensible entre el grupo y lo invisible.
Pero en Mesopotamia algo se torció.
Lo que comenzó como protección colectiva se transformó con la religión organizada. Algunos líderes espirituales se declararon elegidos por los dioses, perpetuaron cargos e inventaron mecanismos de control.27
De allí brotaron las primeras deudas, grabadas en tablillas de arcilla.9 28 De allí surgió el tiempo contable: "cada luna, cada estación, me debes tanto".9
De esa mentira —dioses que exigían trabajo y tributo— brotó el protocapitalismo. Y con él, una idea que cambió la vida humana: el trabajo como obligación.29
Lo natural, en cambio, es la actividad y la creatividad. Lo no natural es trabajar bajo amenaza de deuda o castigo.29 No es casual que la palabra trabajo provenga del latín tripalium, un instrumento de tortura: su etimología conserva la huella de la coacción.
El protocapitalismo no surgió de manera espontánea en distintos lugares. Fue un producto histórico específico que luego se expandió por comercio y conquista, hasta transformarse en lo que hoy es el capitalismo.
Ese desvío en el camino humano nos recuerda algo esencial: la acumulación no fue nuestro destino, sino una desviación cultural.
Y toda desviación puede ser corregida.
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El protocapitalismo nació de una anomalía.
La mentira de dioses que exigían trabajo y tributo.
La deuda convertida en herramienta de control.
La acumulación justificada como mandato divino.
De allí se expandió, se transformó y mutó en el capitalismo moderno.
Pero su origen revela lo esencial.
No fue evolución.
No fue destino biológico.
Fue una construcción cultural nacida de la vulnerabilidad y la obediencia.27 28 29
La biología humana permanece anclada en su raíz evolutiva.
Lo que nos sostuvo por millones de años no fueron los templos ni las tablillas de deuda, sino la capacidad de dar y de proteger.
La dopamina no es el único motor1 30: oxitocina, serotonina y endorfinas laten como circuitos más antiguos y sostenibles.18 24
Y aun con esa biología a nuestro favor, nada cambia mientras sigamos repitiendo la falacia de que competir y acumular son nuestra naturaleza.
Se abre camino cuando reconectamos con nuestra base biológica:
el regalo fortalece,
la protección resguarda,
la comunidad es la forma más segura de prosperar.
No se trata de abolir la dopamina. Ni de negar la creatividad individual.
Se trata de devolver protagonismo a la biología del cuidado: esa fuerza que nos moldeó mucho antes de la historia escrita y que aún puede sostenernos en lo que venga después.
El presente puede sentirse como un latido compartido. Como una respiración común que nos atraviesa. Como una corriente silenciosa que une generaciones y siglos.
Allí donde cuidamos, el vínculo se profundiza.
Allí donde protegemos, el miedo retrocede.
Allí donde damos, la vida florece.
Cuidar.
Compartir.
Pertenecer.
La humanidad comparte un latido común, más fuerte que cualquier imperio. Capaz de atravesar la historia, ir más allá de esta civilización y devolvernos a nuestra verdadera naturaleza.
— Cit Anatman, VectorPress
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También disponible: Nota académica complementaria (PDF).
Referencias
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